sábado, 16 de abril de 2011

El sueño de mi madre.

Un gran Obispo de la Iglesia chilena, fue Monseñor Ramon Munita, que con motivo de sus bodas de oro Episcopales, se distribuyó a los asistentes a la Eucaristía celebrada en el Templo de Nuestra Señora de la Rosas en Santiago, un pequeño folleto que contenía los versos compuestos por el Rvdo. P. Capuchino Prudencio Salvatierra. Para Don Ramon Munita, algunas vocaciones se heredaban de las madres de aquellos sacerdote. Es muy cierto que la oración de una madre por sus hijos es de capital importancia para el nacimiento de vocaciones el la Iglesia domestica , en la propia familia.

Mi madre tenía un sueño...
un sueño para soñar,
en el día y en la noche,
al dormir y al despertar.


Muchos hijos le dio Dios,
-capullos de aquél rosal-,
muchos hijos que cantaban
y alegraban el hogar.


Pero mi madre no estaba
feliz; no podía estar
hasta que sus sueños fuesen
visiones de realidad.

Cuando todos en la casa,
reían en gozo y paz,
ella sola suspiraba
los suspiros del soñar.

Los rezos de la mañana,
esos rezos del hogar
que ponen en la familia,
su música celestial,
eran como un estribillo,
que sonaba siempre igual;
eran costumbre, obsesión,
esperanza y ansiedad,
que llegaban al cansancio,
pero que hacían pensar...

Mi madre quería un hijo
distinto de los demás:
un hijo para la Iglesia,
un hijo para el altar.
Quiso un hijo sacerdote,
misionero en tierra y mar;
y siguiendo con su sueño,
-que nada cuesta soñar-,
que su hijo fuese obispo,
arzobispo y cardenal.
¡Lindo sueño de mi madre,
que no se va a realizar!



Loco sueño; pero yo
le cumplí lo principal...
Fui el elegido, el dichoso,
el que la hizo despertar
un día en que aquellos rezos
se volvieron realidad.

Y cuando, al fin, llegó el día,
mi día sacerdotal,
¡qué cara puso mi madre,
cara de felicidad!

¡Cómo me miraba ella,
con orgullo maternal
y me llamaba su gloria
y la joya de su hogar!
¡Cómo hablaba a las vecinas,
con cuánta solemnidad,
cuando decía: "Soy madre
de un ministro del altar"!

¡Cómo se volvió más joven,
dejando achaques y edad!
¡Cómo se le pintó el rostro
con colores de su afán!

Que no le hablaran a ella
de lo que se suele hablar:
de títulos de nobleza,
de riqueza o majestad...
Que le hablaran de aquel hijo,
-capullo de su rosal-
sacerdote... sacerdote...
por toda la eternidad.

Y me besaba en la frente,
y me volvía a besar,
y estrechaba mis dos manos,
y no quería llorar;
pero le salió una lágrima,
y luego saltaron más...


Era el gozo que lloraba
por no poderlo acallar;
y las palabras salían
mezcladas con el llorar.
¡Dios mío qué día aquel,
que nunca podré olvidar!

Aquel día comprendí
lo que era mi dignidad:
ser hijo de aquella madre,
y ministro del altar,
pregonero del Gran Rey,
sembrador de bien y paz,
otro Cristo en carne humana,
más que un ángel, mucho más.

Yo celebré aquella misa
en aquel rico misal;
mientras mi madre miraba,
miraba sin pestañear.
Yo pude darle aquél día
el más sabroso manjar:
a nuestro Dios, escondido
en un trocito de pan.
Yo le di mi bendición
con mano sacerdotal;
pero mi madre del gozo,
apenas podía hablar.

Eran los sueños antiguos
y era un dulce despertar:
una madre soñadora
y el hijo de su ansiedad...

Mi madre ya está en el cielo;
pero su recuerdo está
cada mañana en mis ojos,
cada mañana en mi altar.

Santa mujer que en sus rezos

-¡qué bien sabia rezar!-

Pidió un hijo sacerdote

Y Dios la quiso escuchar.

Benditos aquellos sueños

Que a mi me hicieron soñar.

Mi madre ya esta en el cielo.

Ya no la podré llorar,

Porque le debo este gozo:

La dulce felicidad

de poder, todos los días

en el mantel del altar

dar a mi madre y al mundo

tesoros de eternidad

que el mundo nunca tuviera

y solo Dios puede dar….

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